Los que morían en la cruz, como se dice ahora, eran "lo peor". Asesinos, ladrones... gente de mala laya y peor coturno. Cabe imaginar que se resistían a los sayones con todo su cuerpo, se revolvían como animales atacados (cosa lógica, comprensible y justificadísima), intentaban escapar a la mínima oportunidad, respondían con insultos, salivazos y blasfemias a las órdenes y lesiones de los verdugos.
Pero ¿y Cristo? "Maltratado, voluntariamante se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca", profetizó Isaías (Is 53, 7).
Entre tanto alboroto, la actitud del Señor no pudo pasar desapercibida a todos, exceptuando al centurón y a San Dimas, el buen ladrón.
Me da que, mientras Jesús se abrazaba a la Cruz, se recostaba obediente sobre el madero y extendía voluntariamente manos y pies para ser clavados con mayor comodidad, más de un romano se extrañó, aunque fuese un poquitín. Alguno de esos seres embrutecidos se paró a pensar un segundo, para luego seguir con su cometido atroz.
Luego, las palabras de Cristo antes de expirar, la frase de su centurión, las tinieblas y el terremoto, y eso que observaba de reojo en todo momento y sin querer (porque algo de su interior se lo sugería): la actitud de la Madre del ajusticiado, extremadamente doliente y serena, lo confundieron.
La noticia de la resurrección de Aquél a quien torturó y se dejó torturar, la predicación de los Apóstoles fortalecidos ya por el Paráclito, y el testimonio de los primeros cristianos, tuvieron, unidos a la Gracia, que acabar de derretir su corazón de piedra.
Y acabó implorando el bautismo, y siendo el más humilde, agradecido y valiente de los cristianos romanos. Recordando el sufrimiento del Mesías, concluyó entre lágrimas como lo hacemos nosotros: "Todo esto, por mí"
Algo así tuvo que pasar.
¡Viva Cristo Rey y Viva Nuestra Señora de la Misericordia!
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