Postales de Medjugorje (4)

Los Ángeles de la Guarda

Subió acompañando a un fraile octogenario junto con un grupo de españoles. El monte Prodbro, ya se sabe: unas piedras que echan para atrás. Sólo la confianza en María y la paz que se respira te animan a ascender hasta la Virgen Blanca con total naturalidad. Con prudencia, pero no con miedo. Eran casi las 22 horas, y a las 22 horas se aparecía Nuestra Madre a Iván justo allí. Las posibilidades de un mal paso en noche cerrada se multiplican. Y si uno cae, puede llevarse por delante a algunos de los centenares de peregrinos que iban subiendo desde un tiempo antes. Niños, jóvenes, adultos, ancianos. Linternas y bastones. Rosarios al cuello. Allí, hasta la astucia se apaciguaba: quieres estar lo más cerca de la aparición, pero no quieres molestar. Si te quedas viendo sólo un cogote italiano, también das las gracias. Simplemente, suele haber paz.

La bajada tiene más peligro, y la iluminación del monte es escasa. La mujer y el fraile se quedaron viendo cómo el rebaño descendía y su grupo había desaparecido mientras ellos se quedaban allí, sin saber cómo dar si quiera los primeros pasos. Solos, de noche, ella podría apañárselas, pero ¿el fraile? Empiezan las angustias... Se sienten abandonados. Aún así, la paz que se respira facilita la oración, y en un momento de congoja, la solución viene antes porque las brumas mundanas están muy disipadas. Uno no está tan confundido: se sabe qué hacer... o a quién rezar.

Una inspiración ilumina el alma de la mujer: "¡Ángeles de la Guarda, ayudadnos!" grita con cierto desespero, y apoya la oración con los brazos extendidos a lo alto.

En ese preciso momento ve descender con rapidez dos luces desde la cima del monte. Una al lado de la otra. Se van acercando a ellos con premura. Dos linternas. Las llevan dos muchachos jóvenes y bien parecidos. Cuando llegan a su altura, sin mediar palabra, cada uno de ellos coge de un brazo a las ovejitas perdidas. Con paso firme les acompañan en el descenso. Mientras la mujer respira aliviada y alegre, le pregunta el nombre a su buen samaritano. No responde. "Cuando lleguemos, os invitaremos a una cerveza". Sigue sin abrir la boca. Tras insistirle por su nombre, le contesta: "Giuseppe", pero continúa silencioso, grave, tranquilo y firme.

Llegan ilesos hasta la falda de la montaña. La mujer agradecida por el gesto de sus jóvenes amigos se vuelve para darles las gracias. Pero ya no están. Se han esfumado. Miran el reloj: han bajado en once minutos. Y en unos instantes, llega donde ellos se encuentran el grupo de peregrinos que perdieron al principio, y que emprendieron la bajada unos buenos minutos antes. No acaban de creerse que la mujer y el anciano fraile hallan llegado antes que ellos. A decir verdad, ni la mujer ni el anciano se lo creen. Es entonces cuando se dan cuenta de la identidad de los dos muchachos...

Escuchar la historia y el testimonio agradecidísimo y sorprendido de esta mujer me dejó una honda impresión. Más aún cuando otra señora se levantó para contarnos una historia prácticamente idéntica que le ocurrió a ella esos mismos días.

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¿Ángeles custodios? Todos tenemos uno. Dicen que los sacerdotes dos. Cada país tiene también el suyo (recordemos al Ángel de Portugal que se les apareció a los pastorcillos en Fátima. Aquí el de España). 

Hay místicos que los han visto y han entablado conversación frecuente con ellos. Hay quien ha conocido su nombre. Muchos han recibido luz tras invocarlos en algún asunto, aunque fuera para buscar las gafas.

Pero lo que acabo de contar tiene tela. De San Josemaría se narra una historia similar: la del "burrito sarnoso".

¿Por qué no frecuentar su amistad? ¿Por qué no pedirle ayuda cuando la necesitemos? Tiene como Reina a quien nosotros tenemos como Madre.

Al fin y al cabo, está justo al lado de nosotros...